martes, 28 de noviembre de 2017

Historia: ¿Por qué Mario, un buscador de huesos de desaparecidos, llegó hasta Yucatán? (video)


Por Eduardo Vargas
Mérida, Yucatán.- Desenterrar muertos le ha dejado a Mario más huellas en la cara que en su manos: su rostro todavía se ve triste y demacrado, a pesar de que han pasado ya cinco años desde que su hermano desapareció.

Las comisuras de los labios aún se tuercen como las de un bebé cuando en su vista se sospechan las lágrimas de llanto al recordar a su hermano Tommy; y esa tristeza que hoy vive en su rostro, la explica así:

“Un familiar que se muere... pasa el tiempo y el dolor empieza a disminuir; al principio es mucho dolor, pero pasa el tiempo y ese dolor se vuelve muy chiquito, pero cuando tienes un familiar desaparecido, el tiempo sigue pasando, pero el dolor sigue creciendo” (...) Ha matado a madres, las ha enloquecido, ha acabado con familias, es algo muy destructivo tener un familiar desaparecido”, explica.

Mario Vergara, víctima de desapariciones forzadas Mario Vergara perdió a su hermano Tommy hace 5 años. Aún lo busca.

Mario Vergara Hernández, quien se autodefine como un buscador de huesos, llegó a Mérida para participar en una charla de la 4a Jornada de Derechos Humanos, y marcó diferencia desde su entrada al recinto, con su silencio sepulcral y con las fotos -en mantas- que colocó en el escenario.

Puso las  imágenes como cuando uno coloca los rostros de sus seres queridos en portarretratos en una nueva oficina; aunque, en realidad, las fotos de Mario eran muy diferentes:  no sólo aparecía con sus familiares sino que mostraban sus andanzas en las cercanías de Huitzuco, Guerrero -donde hoy vive y donde su hermano fue secuestrado- buscando muertos.

Aquí no hay portarretratos que sostengan imágenes, sino piedras, sí, muy parecidas a las que Mario suele quitar cuando escarba la tierra, como un sabueso, para sacar huesos en parajes solitarios, fosas clandestinas, entierros ilegales, en lugares invisibles en los mapas.

Con piedras, Mario Vergara colocó mantas en el auditorio de la Universidad Vizcaya, en Mérida.
Con piedras, Mario Vergara colocó mantas en el auditorio de la Universidad Vizcaya, en Mérida.
“Imprimí una fotos para que ustedes se las lleven y no se olviden”, les explicó a los asistentes a la charla, quienes en realidad habían llegado ahí para escuchar a Omar García, un exestudiante de la normal rural “Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, excompañero de Los 43, desaparecidos en septiembre de 2014. Mario los conquistó porque de veras parecía que la hacía falta algo.

Un oficio no deseado, pero necesario


Cuenta Mario que, como muchos otros familiares de los más de 30 mil desaparecidos que organizaciones civiles aseguran que hay en México, ha tenido que aprender a exhumar restos humanos; busca ponerle un punto final a la historia de un ser humano que alguna vez tuvo nombre y apellido, pero que hoy -se queja- no más que una cifra, un número, para el Gobierno.

Pero no hay otra forma de dejar memoria que los números: son ya 200 muertos encontrados en las inmediaciones de Iguala, Guerrero, sitio en el que desaparecieron los estudiantes normalistas, hecho que despertó en Mario la esperanza de encontrar a su hermano.

Otra cifra más, contundente y lapidaria a la vez: 3,000 huesos o parte de ellos… pero “ninguno es mi hermano”, aclara Mario, quien no pierde la esperanza de hallar a Tomás, el mayor de cuatro en la familia Vergara Hernández, secuestrado por alguna de las bandas que han sentado su reales en un pueblo que “es chico, con terrenos grandes” donde las familias se dividen la tierra y comparten la vida cotidiana.

Sus palabras, ese coraje que muestra cuando habla de oficio no elegido, rememoran un poema...
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte.
(Elegía a Ramón Cijé/Miguel Hernández)

En entrevista, Mario dice que le bastaría con uno de los 209 huesos que tienen el cuerpo de su hermano para devolverle a su madre la felicidad, porque no hay día ni hora en que ella no “piense” a su hijo mayor, a quien pretende encontrar cueste lo que cueste.

Sólo así, dice, Mario, “cuando tengamos un lugar dónde llevarle flores, donde platicar con él, podremos descansar nuestros corazones... Yo le digo: ‘mamá, pero estamos (tus otros hijos)... a lo mejor nos maten a buscar mi hermano Tommy’. (Pero ella responde): ‘Bueno, ya no lo busques tú, pero yo seguiré buscando a mi hijo’". 

No en vano, ese rostro marcado por la tragedia, también revela miedo, ése que lo hace actuar “como suricata”: sale a la calle y si ve a alguien “feo, que le causa desconfianza”, mejor se regresa. Pero ahora está en una entidad segura, y así lo expresa, cuando dice que sueña con que algún día México sea como Yucatán.

Aquí puede caminar tranquilo y, tal vez por esa calma que hoy vive, muy diferente a la de su lugar de origen, lleva las piedras con las que “fijó” las mantas que cubrían el escenario del auditorio universitario.

Las mantas de Mario Vergara eran elocuentes: su incansable lucha por los desaparecidos en México.
Las mantas de Mario Vergara eran elocuentes: su incansable lucha por los desaparecidos en México.
Baja las escaleras sin prisa para colocar las piedras en la tierra, en un acto que se le ha vuelto costumbre, aunque esta vez es a la inversa porque normalmente las quita para escarbar. No le importa cuánto pesan, porque incluso pesa más el dolor su hermano desaparecido que todos los huesos encontrados.

Nada le roba hoy la tranquilidad, aunque minutos antes había advertido a los estudiantes que  la delincuencia no tardará en llegar a Yucatán e instalarse como lo ha hecho en el resto del país, que “se ha convertido en una enorme fosa clandestina”.

Así, a pesar de que esa “fosa clandestina” mide 2 millones de kilómetros cuadrados, a pesar de que no tienen ni un pista de dónde puede estar enterrado su hermano, a pesar de que el tiempo va en su contra, Mario cree que cada vez está más cerca de Tommy, y por una muy buena razón, inobjetable a la luz de los acontecimientos recientes: En México, “es más fácil encontrar un muerto que encontrar justicia”... 

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Don 'Pil', el jardinero de los muertos (video)



Por Eduardo Vargas Marín

MÉRIDA, Yuc.-Sentado sobre una tumba de material gris que simula granito, en el cementerio Xoclán, el más grande de Mérida, Yucatán, un anciano golpea de pronto la lápida y dice: “Son mis clientes (...) los conozco a todos”...

No, no está loco: 30 de esas bóvedas están bajo su cuidado y no sólo las limpia y las pinta para Día de Muertos, sino que, durante todo el año, también coloca flores en los escasos floreros de algunas; incluso siembra plantas donde parece imposible: por ejemplo, en el angosto espacio de apenas cuatro dedos de ancho entre la tumba y la "delgada" calle de cemento que sólo permite el tránsito de personas si van en fila india.

Don “Pil”, como los conocen sus clientes -claro, los vivos-, con un accidentado español por su acostumbrado acento de habla maya, raspa con una lija, una y otra vez, la figura de relieve que simula un libro y el sonido rompe el silencio, a veces sepulcral, del panteón con 33,000 bóvedas.

Personaje imaginable en un cementerio, el hombre, de 83 años de edad, lleva más de 30 trabajando ahí, primero para el Ayuntamiento, y luego, desde unos años para acá, “por su cuenta”; dice que dejó de ser empleado municipal porque, dice, un día un “hombre malo” quería llevárselo a "barrer calles", tan sólo para que el anciano cumpliera su ciclo de trabajo y pudiera pensionarse.

Pero don "Pil" no aceptó la propuesta. Decidió quedarse ahí en el camposanto hasta el fin de sus días, para limpiar, pintar y adornar con plantas las bóvedas, a cambio unos 50 pesos, prácticamente una limosna para quien tanto necesita. A veces, dice, recibe un poco más, cuando los deudos se acuerdan de sus muertos y acuden a visitarlos. Entonces,  al anciano hombre le pagan “todo el mes junto”: 200 o 300 pesos.


Pero eso no le alcanza para vivir y quizás tampoco para morir, pues una "renta" de bóveda cuesta dos mil pesos, por tres años, en el panteón donde trabaja. Sin embargo, no se queja, ni siquiera porque gasta 32 pesos en pasajes de autobús para llegar por la mañana a su centro de trabajo y regresar a casa por la tarde.

Para don "Pil", en octubre y noviembre, hay días muy buenos, porque la gente acude en mayor medida y frecuencia a los panteones, por el Día de Muertos; lo sabe y se afana: arregla y pinta las tumbas y cobra según el tamaño: simples, así “planas”, 400 pesos. Adornadas, con esculturas, herrería y hasta techos, 1,000 pesos.

Pero también sabe que limpiar las lápidas puede no dejarle ni siquiera para comer: muchas de las tumbas que lo rodean están abandonadas por los vivos, y es imposible saber si algún día regresarán.

Eso sí, está consciente de que nunca faltarán "clientes”, que cada día llegan más, y que él estará dispuesto a cuidarlos, porque, mientras viva, su voluntad de servir nunca morirá...


(El texto original fue publicado por el autor en el sitio web LECTORMX.com)