miércoles, 18 de febrero de 2015

La noche en que volvimos de tu exilio, Serrat


Joan Manuel Serrat volvió a Mérida, luego de más de 30 años de ausencia, pero no de olvido. (Rodrigo Tapia)
Eduardo Vargas Marín
Alcancé a ver que la fila de gente doblaba la esquina e imaginé que era la de los pasajeros a punto de subir a aquel primer tren que esperaba la fiel Penélope, pero la realidad me sacó a empujones de mi casa cuando Joan Manuel Serrat apareció caminando por la calle 62 de Mérida.

El Nano, rodeado de protocolo comitiva y seguridad, entró, esa noche del 29 de octubre, al Teatro Mérida (1) por la puerta principal, sin más ni más, como cualquier mortal.

Los de la fila no eran amigos que iban a verlo de dos en dos, de mes en mes y de 6 a 7… por su vestimenta parecían más la aristocracia del barrio, lo mejor de cada casa…

Seguramente entre ellos había alguna Muchacha Típica, alguna Lucía, alguna Marta, La mujer que yo quiero y ¿por qué no? el Benito y El Españolito, todos guardando cola y revoloteando por ver al cantautor español...

Eran unas mil 200 gentes de mil raleas que, en menos de 30 minutos y, tras hora y media de esperar para que abrieran paso, abarrotaron el teatro y comenzaron su Fiesta poco antes de que den  las 10: Las 21:18  marcaba el reloj municipal, cuando Ricard Miralles –el director musical de Serrat- apareció en la escena, se sentó al piano, tocó algunos acordes y -primero de frente y luego de espaldas- recibió la primera ovación de la noche…

Su imagen me recordó a El Titiritero que va  de aldea en aldea y que, siempre risueño, canta sus sueños y sus tristezas…

Un minuto después, un Serrat de mezclilla y camisola gris se acercó al público a saludar y aprovechó para recibir la fuerte ovación, las “palmas yucatecas” –así las bautizó- como si estuviera frente a Curro El Palmo que sigue dando palmas.

Tomó su guitarra y, sin mediar palabra, sino sólo unas cuantas señas para su ingeniero de sonido, nos regaló su carta de presentación: Cantares

No pudo haber iniciado con otra: comenzó a dejar estelas en la mar de aplausos y loas de aquella histórica noche de su regreso, tras casi 33 años de ausencia voluntaria, desde la última vez que pisó Mérida, en 1975, durante una gira que realizó por Latinoamérica.

Esa primera vez, Serrat vino a Mérida, Yucatán, casi como un gitano porque el exilio del régimen franquista, que le duró 11 meses, lo obligó a andar a salto de mata, en una caravana de músicos y familiares, con quienes recorrió el continente y, por supuesto, México.

Joan Manuel Serrat, en Teatro Mérida, en 2008 (R. Tapia)
Y, sin embargo, no fue él quien volvió sino nosotros: regresamos del exilio con la décima canción del concierto: Mediterráneo; nos llevó de vuelta a Barcelona, su ciudad natal, a buscar a aquel primer amor que duerme escondido tras las cañas

Nos subimos a la grupa con el caballero del honor, con ese Quijote de guitarra y vaqueros, y comenzamos a vivir una de esas ocasiones en que uno es feliz como un niño cuando sale de la escuela, a pesar de que la mayoría de los ahí presentes, en promedio y salvo excepciones, rebasábamos los treinta.

Las notas de De vez en cuando la vida arrebataron el aplauso e hicieron temblar de alegría en el instante en que las lágrimas empezaron escaparse de las atónitas miradas…

Entonces, Serrat nos cantó Tu nombre me sabe a yerba para devolvernos el ritmo alegre a esos artefactos, bestias, hombres y mujeres que acudimos a escucharlo.

Con esas primeras canciones, Serrat parecía decir: “Yo me manejo bien con todo el mundo”, porque, para cada persona ahí presente, tenía una canción; por eso La Bella y el Metro fue sólo el principio, la envoltura del regalo: adentro había recuerdos y Aquellas pequeñas cosas como Disculpe el señor, El Horizonte, Hoy puede ser un gran día, Es caprichoso el azar, que conmovieron a más de uno…

Ahí fue cuando, Juanito, tomaste tu guitarra y a golpe de uñas, de tú a tú, y a sabiendas de que entre tus escuchas había muchos cachorros de buenas personas, cantaste entre esos tipos y yo hay algo personal.

Sólo tú podías, como lo hiciste, incomodarlos con esa verdad hecha canción… y sólo tú podías, de frente a un público todavía conservador –sobre todo por el promedio de edad-, decir “puto” o “pendejo” e incomodarlos al grado de provocarles risitas nerviosas, mientras contabas el preludio de La Mala Racha

Sólo tú podrías decirles a la cara que tu relación con tu eterno acompañante Ricard Miralles era como un matrimonio pero sin sexo.

Rascaste en las cuerdas de tu guitarra las primeras notas para los grandes ausentes: Esos locos bajitos que probablemente esa noche estaban en casa, encargados con el vecino o con algún pariente, dormidos bajo el cuidado de alguna nana de la cebolla.

Y también le hablaste a la Señora para gritarle de nuevo a los cuatro vientos: “¡soy casi un beso del infierno, pero un beso al fin!” y confesaste que –como a Mérida- a esa suegra la tenías olvidada, porque los años te habían robado esa ilusión de no ser un buen yerno y que la habías guardado hasta ese 29 de octubre de 2008 para reestrenarla con nosotros…

En ese arranque de sinceridad, nos llevaste al terreno de la imaginación para contarnos musicalmente la historia de Joana: ella nació del “hubiera” -que no existe sino en la lengua.
Nos confesaste que tu madre (Angeles, ésa que crió canas pespunteando pijamas) tuvo una fe tan grande en que nacerías mujer que tus primeros años de vida te vistió de color rosa, porque de ese color había acumulado la ropa…

A lo mejor de ahí surgió esa inquietud tuya por venerar al sexo opuesto con una canción como ésa…

Y tal vez también ahí nació tu inclinación por cantarle a todas las mujeres: a la que fue amada (No hago otra cosa que pensar en ti), a la que no amaste, pero que te gustaba (Me gusta todo de ti, pero tú no) o a la fue abandonada y se quedó, con sus zapatitos de tacón, sentada en la estación (Penélope)…

Acompañado de esa mujer que paró su reloj infantil una tarde plomiza de abril nos dijiste adiós, pero antes del primero de tres regresos al escenario, luego de despedirte, el público te hizo sentir más corazones que arenas en tu pecho porque la ovación fue mayúscula ante esos versos de Para la Libertad, de Miguel Hernández…

Sacaste un poco “de los restos del naufragio de tu formación cristiana” para tomar no las palabras del Jesús del madero sino del que anduvo en la mar, y darnos tu propia versión con Bienaventurados los adictos a emociones fuertes como lo fuimos esa noche… van dos…

Y tres: el reloj nos dijo que llegó el final de una noche en que cada uno se olvidó que cada uno es cada cual. Tras una larga, última, ovación de gente con los ojos vueltos lágrimas y con la resaca (emocional) a cuestas, el pobre volvió a su pobreza y el rico, a su riqueza en esa noche que hiciste tuya, como la noche de San Juan… 

Sí, ¡de San Joan!

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(1) El teatro se llama hoy día "Armando Manzanero"

(El texto está adaptado para este sitio web. El original fue publicado en la revista Mérida Viva, en 2008)

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